La epilepsia es un desorden crónico del cerebro que afecta a alrededor de 50 millones de personas en todo el mundo. Esta enfermedad no tiene una preferencia etaria, afectando a personas de cualquier edad, sino una regional: el 80% de los pacientes epilépticos pertenecen a países en vías de desarrollo (Organización Mundial de la Salud, 2015). La epilepsia en la mayoría de los casos se caracteriza por la presencia de convulsiones recurrentes, las cuales son breves episodios de contracciones musculares involuntarias de alguna parte del cuerpo (convulsión parcial) o del cuerpo entero (convulsión generalizada). Estos episodios en ocasiones se acompañan por perdida de la conciencia, así como también del control de esfínteres. Las convulsiones son el resultado de una descarga eléctrica excesiva de un grupo neuronal que puede situarse en partes del cerebro muy diversas. Estas cubren un rango de intensidad que va desde breves lapsos de pérdida de atención o espasmos musculares, a severos episodios de contracciones musculares de larga duración. La frecuencia con la que aparecen los episodios epilépticos también es variable, siendo en ocasiones menos de una por año hasta varias por día (Organización Mundial de la Salud, 2015). La batería de tratamientos destinados a hacer frente a esta enfermedad comprende desde sofisticadas técnicas quirúrgicas de resección del foco epileptogénico, pasando por un arsenal de fármacos de diversas familias químicas, hasta llegar a dietas específicas y terapia basada en deportes (Laxer et al., 2014; Löscher, 2011; Arida, 2011). A pesar de los muchos esfuerzos realizados para encontrar un tratamiento exitoso para este mal, actualmente existe un 30% de la población de epilépticos que no logra controlar la aparición de convulsiones, condición conocida como epilepsia refractaria o intratable (Organización Mundial de la Salud, 2015). Además, las terapias farmacológicas actuales, presentan efectos adversos graves y comprometen seriamente la calidad de vida y la adherencia al tratamiento de los pacientes epilépticos (Löscher, 2011; Talevi & Bruno-Blanch, 2013). El impacto de la epilepsia, es multifacético y posee un amplio espectro de efectos. El carácter impredecible y peligroso de las convulsiones eleva el riesgo de lesiones, hospitalización y mortalidad y afecta negativamente la salud mental de los pacientes, que con frecuencia, deriva en ansiedad, depresión y deterioro cognitivo (Kerr, 2012). El presente trabajo de tesis persigue el objetivo general de descubrir nuevos fármacos anticonvulsivos, capaces de controlar la sintomatología de la epilepsia refractaria asociada a regulación hacia arriba de la glicoproteina-P (P-gp), una proteína transportadora que restringe la biodistribución y promueve la eliminación de una gran diversidad de compuestos exógenos desde el organismo (Fromm, 2004; Taft, 2009) entre otras funciones. Abundante evidencia científica relaciona la sobre-expresión de esta glicoproteina con el fenómeno de resistencia múltiple a fármacos en varias enfermedades, entre ellas la epilepsia (Thomas, 2003; Kim, 1998; Löscher, 2005; Chengyun, 2006; Brandt, 2006; Marchi, 2004; Lazarowski, 2007; Robey, 2008). La afinidad de las sustancias por esta macromolécula es una propiedad relacionada con los procesos ADME/Tox (Administración, Distribución, Metabolismo, Excreción y Toxicidad) a tener en cuenta al momento de iniciar un proyecto de descubrimiento de nuevos fármacos. La incorporación de filtros ADME/Tox in vitro e in silico en las etapas iniciales del proceso de desarrollo de nuevos fármacos ha logrado reducir considerablemente el porcentaje de proyectos que fracasan a nivel preclínico o clínico debido a problemas en la distribución de la droga en el organismo (Kola, 2004; Hop, 2004). Tales filtros descartan en las fases tempranas del proyecto de investigación de nuevos agentes terapéuticos aquellas estructuras que potencialmente podrían presentar características ADME/Tox desfavorables.